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Carta apologética etc.
{Al margen izquierdo: De este papel quién es el autor, pregunta Europa. Él no es de proa ni popa, y así será de Combés.}
Preguntó se me lo que me parece del sermón que contra el señor Don Salvador Gómez de Espinosa predicó el reverendo padre comisario Fray Francisco Solier de la seráfica religión del glorioso patriarca San Francisco. Quisiera excusar el decirlo y no lo haré de todo mi sentimiento, porque hay agravios. Que, siendo lo menos lo que puede contrapesar la ponderación, esfuerza dejar lo más al discurso para no fatigar el ánimo el señor Don Salvador Gómez de Espinosa. Me consta que se ríe, y hace bien, porque no es lícito dar ese consuelo a la calumnia, permitiéndole el logro de su agravio en el sentimiento. «Que el fruto que promete a la injuria la malicia es el dolor del ofendido», según dijo: [fertul] de patientia fructus ledentis in dolore lesi est. Y es prudencia acedarlo con el desprecio, por que no le quede endulzado el gusto con el aplauso. Pero porque aun este lo disimula, la modestia es fuerza, que el celo de la justicia sirva de satisfacción. Y como a la justicia es tan deudora la verdad, la dejara yo agraviada si no la declarara. Digo, pues, que el reverendo padre predicador, que con tan ofensivos términos habló contra el señor Don Salvador Gómez de Espinosa, pecó mortalmente, si su mucha ignorancia no lo excusa, porque por ambos derechos y por razón natural, está prohibido a los predicadores el herir desde el púlpito alguna determinada persona siendo católica. Y este predicador habló tan licencioso que lo llama “infamador de los sacerdotes, enemigo de los religiosos”. Le atribuye la aniquilación de las islas, el destruir la cristiandad, haciendo que los indios no obedezcan a los religiosos, que quiere que desamparen las iglesias y se hagan carrizales y pasto de brutos, que está [inabsoluble]. No sé si con más licencia se pudiera hablar de un declarado hereje, cuanto y más de un católico y de un ministro tan cristiano y celoso y al fin ministro de su majestad, que como asombra suya se le deriva más respeto. Pero si el atrevimiento envolvió en la queja a su gobernador y capitán general y a la misma persona real, como veremos, que hay que espantar que atropelle con el respeto debido a tan superior ministro. Que esté prohibido esto consta por el Concilium Senonense, capítulo 36, página 167; el Coloniense, [parte] 4, capítulo 8, página 186, y partido 6, capítulo 13, 15, 16, 17, folio 190 – Augustens, capítulo 13, folio 214; el Trevirense [c. missi.], folio 270; Mediolanens 1°, página 361; el Toledano año 1566 [ac.] 3, capítulo 3 Juan Luis Vivaldo, [tractatus] de 12. Persecutionem ecclesiae llama a esta la mayor el atrevimiento de estos predicadores, que él dice que mejor es llamarlos detractores. Y llama los con mucha razón «persecución de la iglesia», pues luego lo mismo Pablo 3°, en la bula del año 1542, que comienza Apostolici culminis encargando a los inquisidores de Milán [que] los castiguen severamente por las duras experiencias que la iglesia tenía del daño de sus audacias. Se les seguía desde la que dio lastimosa Diocleciano, que siendo [gratísimo] príncipe a la iglesia por los dichos apasionados de los sacerdotes, la despreció a la iglesia y la persiguió
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tanto [quoniam] (dice) [similes obligationes seditiosae sunt, scandalosae et vias ad schismata et tumultus aperiunt]. «No hay medio más pronto para los escándalos ni más dispuesto para crueles tumultos». En tiempo de Enrique 3.°, por los sermones de un Arcediano de Astorga, se revolvieron muchas ciudades las sediciones que fatigaron a España en tiempo de Carlos 5.°. Fueron incendios levantados a soplos de inconsiderados predicadores, y así, aunque la clemencia fue fácil al perdón de los culpados, nunca hablando para los predicadores como a principales brasas del incendio.
Y es tan raro el caso en que se puede justificar tal resolución, y tantas las condiciones que para ello se requieren, ídem difíciles de convenir a un suceso que no atendiendo a lo que por tan raro se juzga imposible. Todos los autores convienen en que es ilícito. San Antonino 3, [p. título 18, c. 4, caret 3, p. quest 42, avt. Ibañez 2.2 q. 33, artículo. 4, sylv verbo predicator quest 6, soto deteng seer memb. 2. quest. 3. conclusión 4. canus. l. 12. c. 11. Fernando del Castillo. 1. 2. hist. predicad., c. 48 et 49 del hábito del predicador San Buenaventura in apologencis editionis Rom. folio 375, Córdoba. 2. 1. quest. 17. Richard. in. 4. dist. 19 artículo 2. q. 3. Alvarus Pelagius, De planctus, Ecclesiasticus 2 artículo 10. Y otros. Abulense in. c. 15. Math. quest 28. Navarro manual c. 51. Aragón 2.2 q. 11 artículo] 2. Y entre las reglas de los menores, hay una que prohíbe tal modo de predicar, como lo da a entender San Buenaventura [citat], y de su religión lo dice San Antonino. La razón lo hace evidente porque, arrimándonos a Santo Tomás, a quien siguen conformes todos los teólogos, [2.2. quest.] 33, sólo hay dos especies de corrección, una judicial y otra fraternal. Y ninguna le compete al predicador. La judicial no porque esa toca a los superiores, príncipes y gobernadores respecto de sus súbditos. Y esta, bien se ve al reverendo padre [que] no le compete, pues ni es prelado eclesiástico ni gobernador de la república. Ni cuando le compitiera se usa de ella en ese estilo parte non audita, pues ni ha oído la razón que tiene el señor Don Salvador Gómez de Espinosa, ni la alcanzó, pues le condena ni la que tiene su majestad en los tributos, ni su gobernador en lo que le calumnia. Y con todo eso, los condena igualmente, luego es insulto en su sentencia, tanto como temerario en darla sin jurisdicción [ex l. in caue. l. ss. causa cognita c. de min leg de uno quoque ff de regiur et ss. fin inst. de temere litigante c. sacro de sent ex. co. l consul. iut de offi delegati]. Y esto, aunque sea un ladrón manifiesto. [L. si, de certa c. si propter publ. et leg. fin c siper vim.] La segunda corrección, que es la fraterna, tampoco le puede pertenecer al predicador, porque esta tiene su forma establecida de nuestro supremo legislador Cristo. Y ha de ser secreta, inter te et ipsum, no pública en las juntas de los fieles, y no contra que haya hecho esa diligencia. Y cuando la haya hecho, no se sigue que luego reprende el hecho en la iglesia, sino que lo diga al que
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lo puede remediar [die] ecclesia. Y el padre echó por el atajo. Y para que el padre sepa cómo le es lícito desde el púlpito reprender a personas señaladas, pondré las condiciones que para ello se requieren. Para que, viendo cuántas le faltaron para justificar el hecho, conozca su yerro y lo enmiende, pidiendo en otro sermón perdón al rey nuestro señor, a su gobernador y al señor Don Salvador Gómez de Espinosa, a quienes tan inconsideradamente ha agraviado.
La primera es avisar primero al delincuente. La 2.a, obstinación de éste en la culpa, que causará escándalo público. La 3.a, delatando por sí o interpuesta persona al señor arzobispo o a su superior secular. La 4.a, imposibilidad en los jueces eclesiásticos y seglares para corregirlo. 5.a, que no haya esperanza de que el delincuente con otro medio se corrija. 6.a, que habiéndolo consultado con hombres prudentes y doctos, juzguen que evidentemente se ha de seguir provecho y obviar escándalos mejor que si se omitiera la reprensión. 7.a, que el tal hecho sea pernicioso. Todas estas condiciones se sacan de los [concilios] y autores citados y han de preceder. Y conviniendo todas podrá con licencia de su prelado llegar a reprender. De otra suerte: [seditiose con tu meliore precipitanter et hostiliter evangelio y officium exercet]. Y cuando todas estas condiciones le pareciere que convienen, que será milagro juntarlas, si quiere obrar prudente y cristianamente, siga el consejo del concilio coloniense parte 6 que dice: si magistratus dissimulent, consultius magis est, ut ultio remitatur ad Deum. «Que, disimulando los superiores, es mejor pedir a Dios [que] la enmiende y remitirle la venganza.»
Recorra esas condiciones y vea si reguló por sus reglas su arrebatado espíritu. Que no es bien habiendo remedios fáciles y seguros, echar mano de los rigurosos y peligrosos. Que ningún cirujano echa mano de la navaja mientras puede resolver el mal con otros lenitivos. ¿Avisó al señor Don Salvador Gómez de Espinosa, proponiéndole los inconvenientes para que recogiera su papel? ¿Mostró se le obstinado a la razón? Que yo le tengo por tan dócil que a la menor razón se rendiría si la viniese y permitiría frustrar su trabajo que donde obró el celo y no la vana ostentación, como dice el reverendo padre predicador. Se contentaría con satisfacer a ese cuidado tan propio de ministro. ¿Recurrió al señor arzobispo, al señor gobernador o a la real audiencia, delatando y proponiendo los inconvenientes? Que todos son tan celosos y píos que estudiarían la resolución con mucho acuerdo, y no consentirían remedios que ocasionasen mayores males. Halló los flacos para la ejecución y presumió los tales. Lo 1.o es imposible porque por la bondad de Dios no ha llegado en nuestra monarquía a padecer opresión la justicia. Nunca el señor gobernador se ha opuesto a las resoluciones de la audiencia ni aun ha contravenido al menor informe de ella ni
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ha obrado contra el parecer de alguno de los señores oidores, igualándolos en la estimación que como sabios merecen. Lo 2.o fuera agravio y temeridad que de tan supremos jueces se pensará tal flaqueza cuando la independencia los hace tan absolutos que ni con sus sentencias agravian, ni por él las pueden temer algún infortunio. ¿Recurrió a hombres doctos y todos juzgaron por único remedio la detracción pública? Halló ser tan pernicioso el hecho que no se pudiera disimular. Pues si nada de esto hizo sobre que son esas voces y excandecencias por sólo su parecer, pues parecer por parecer en materia de justicia, yo me atengo al letrado y materia de su obligación a cada uno en su oficio. Pues qué soberbia es presumir tanto del suyo que con tanta confianza se arroje a darlo por infalible. Yo creo que en estos casos más obra la ignorancia que no la sabiduría. Que todo sabio es desconfiado y todo ignorante atrevido.
Si no es que quiera que sea revelación o profecía que por este camino ya le permiten sin ofensa los doctores por la jurisdicción extraordinaria que en los profetas [residía] comunicada de Dios por este camino bien puede hablar y a esto aludiría aquello que pasó en la celda. Y si alude a esto aquello que pasó en la celda y aquella artificiosa énfasis con que quiso ganar el aplauso del vulgo cuando dijo «así supieran» y yo dijera lo que me pasó ayer en aquella celda, si es profecía o revelación, dic nobis palam, pero como de esos profetas amanecen alumbrados. Así alborotó a Florencia [Frate] Jerónimo de Savanerola cuando entró en Italia Carlos 8.º y fue causa de los escándalos de Italia con tal crédito de revelaciones, que hubo quien por él se ofreció a entrar en una hoguera. Pero él salió más alumbrado de lo que quisiera, pues quedó abrasado en una que encendió la indignación del Pontífice para que feneciera el engaño que sustentaba en el vulgo. Y cierto con razón, porque las temeridades del púlpito son las más poderosas para despeñar al vulgo. Porque como se aliñan con adornos de piedad y les dan color de religión, arrebatan la sencillez del vulgo, que como piadoso y cristiano no piensa que de aquél lugar puede proceder engaño. Y cree sus razones con el mismo fervor que los misterios de la fe. Aun los gentiles conocieron este peligro, pues dijo Livio, libro 39: Nihil in specie fallacius que prava religio est ubi divina numen pretenditur seceleribus. «No hay engaño más poderoso que el que trae semblante de religión cuando con maldades se pretende persuadir su culto.» Porque entonces hace mérito del delito y falta la vergüenza a la maldad y aun se hace
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honroso el maleficio. Mejor lo dijo, sacado de cartas experiencias, el reverendo Padre Juan de Mariana en el libro 19 de su historia capítulo 3: «Ninguna cosa (dice) tiene más fuerza para alborotar el vulgo que la máscara de la religión. Reseña a que los más acuden como fuera de sí, sin reparar en los inconvenientes.» Quien quisiere ver hartos ejemplares, lea [acontzen] en su política libro 9, capítulo 9, [ss] 7. Que a mí me basta lo que sucedió en Portugal en tiempo del rey Don Manuel, cuyo historiador es Damián Goez, que por un celo indiscreto de un predicador se ha fervorizó tan bárbaramente el vulgo que mató pasados de cuatro mil cristianos nuevos. Y lo que en nuestros tiempos pasó en Cataluña, qué acciones mal averiguadas contra la religión y piedad se predicaban por ciertas, con que irritaban el celo piadoso de los catalanes, que cualquier prudente excusará su furiosa resolución. Decía se que habían los españoles quemado las iglesias con el santísimo sacramento, pintaban se las formas en las banderas, clamaba el reverendo padre predicador a hijos que han quemado a nuestro padre piedad, si no alborotarse el vulgo matar a los soldados y ministros del rey sin que ni la nobleza, ni la prudencia los pudiera ir a la mano, mereciendo ellos en la crueldad cuanto desmerecieron los predicadores en su inconsideración. Pues unas acciones empeñaron a otras hasta la última resolución contra la fidelidad. Y así, fue el mal en los predicadores peste, y en los oyentes contagio. En los primeros estuvo toda la culpa, y los otros padecieron la miseria, como lo sintió de semejantes casos altamente Livio 28: Causa atque origo omnis furoris penes auctores est, reliqui contagione insaniunt. «Quien trae la peste, ese es el culpado, no el que sin sentir enferma de ella.» Es el púlpito trono del evangelio. Y lo que se oye, se oye con esa fe. Y como el vulgo no puede discernir la verdad ni examinar la doctrina, todo lo recibe con el mismo respeto, haciéndose [dependiente] de la presunción sagrada. Por lo cual los predicadores habían de proceder más remirados y nunca hablar sino lo que es puro evangelio, ni discurrir más que por sus legítimas consecuencias, premio y castigo, mal o bien, obrar sin condenar determinadamente el hecho de un singular. Porque para que se contenga en el evangelio y doctrina de la iglesia, ha de constar de su calidad. Y no la ha de definir un particular que no es juez. Y lo puede engañar o su mal entender, o su pasión particular.
Si el vulgo de Manila fuera tan vulgo como el de otras ciudades, no me espantará que de la iglesia prorrumpieran en ira tan arrojada que se desahogará con el daño del señor oidor, abrasará su casa y borrará del mundo su memoria. Porque qué corazón piadoso no se había de mover contra un proclamado enemigo de la religión, destruidor de las islas, ultrajador de sus templos, que los condenó a ser acogida de fieras, que los quiso privar del culto y ministerio sacerdotal, de peste tan prejudicial. Cualquier instante es peligrosa la tolerancia