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honroso el maleficio. Mejor lo dijo, sacado de cartas
experiencias, el reverendo Padre Juan de Mariana en el libro 19 de su
historia capítulo 3: «Ninguna cosa (dice) tiene más fuerza para alborotar
el vulgo que la máscara de la religión. Reseña a que los más
acuden como fuera de sí, sin reparar en los inconvenientes.»
Quien quisiere ver hartos ejemplares, lea [acontzen]
en su política libro 9, capítulo 9, [ss] 7. Que a mí me basta lo que sucedió
en Portugal en tiempo del rey Don Manuel, cuyo historiador
es Damián Goez, que por un celo indiscreto de un predicador
se ha fervorizó tan bárbaramente el vulgo que mató pasados
de cuatro mil cristianos nuevos. Y lo que en nuestros
tiempos pasó en Cataluña, qué acciones mal averiguadas
contra la religión y piedad se predicaban por ciertas,
con que irritaban el celo piadoso de los catalanes, que cualquier prudente
excusará su furiosa resolución. Decía se que habían los españoles
quemado las iglesias con el santísimo sacramento, pintaban se las
formas en las banderas, clamaba el reverendo padre predicador a hijos
que han quemado a nuestro padre piedad, si no alborotarse el vulgo matar
a los soldados y ministros del rey sin que ni la nobleza, ni
la prudencia los pudiera ir a la mano, mereciendo ellos en la
crueldad cuanto desmerecieron los predicadores en su inconsideración.
Pues unas acciones empeñaron a otras hasta la última
resolución contra la fidelidad. Y así, fue el mal en los predicadores
peste, y en los oyentes contagio. En los primeros estuvo
toda la culpa, y los otros padecieron la miseria, como lo sintió
de semejantes casos altamente Livio 28: Causa atque origo
omnis furoris penes auctores est, reliqui contagione insaniunt.
«Quien trae la peste, ese es el culpado, no el que sin
sentir enferma de ella.» Es el púlpito trono del evangelio.
Y lo que se oye, se oye con esa fe. Y como el vulgo no
puede discernir la verdad ni examinar la doctrina,
todo lo recibe con el mismo respeto, haciéndose [dependiente] de la
presunción sagrada. Por lo cual los predicadores habían de
proceder más remirados y nunca hablar sino lo que es puro
evangelio, ni discurrir más que por sus legítimas consecuencias,
premio y castigo, mal o bien, obrar sin condenar determinadamente
el hecho de un singular. Porque para que se
contenga en el evangelio y doctrina de la iglesia, ha de
constar de su calidad. Y no la ha de definir un particular
que no es juez. Y lo puede engañar o su mal entender, o su
pasión particular.
Si el vulgo de Manila fuera tan vulgo como el de otras
ciudades, no me espantará que de la iglesia prorrumpieran
en ira tan arrojada que se desahogará con el daño del
señor oidor, abrasará su casa y borrará del mundo su memoria.
Porque qué corazón piadoso no se había de mover contra
un proclamado enemigo de la religión, destruidor de las islas,
ultrajador de sus templos, que los condenó a ser acogida de fieras,
que los quiso privar del culto y ministerio sacerdotal, de peste
tan prejudicial. Cualquier instante es peligrosa la tolerancia
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